Hay historias que no necesitan adornos para conmover. Basta escucharlas para entender que el amor, cuando se cultiva con constancia, se transforma en legado. Así es la historia de Keren Valle y su madre, María Nurhos Molina: dos mujeres que no solo construyeron un restaurante, sino una cultura. Una forma de ver el trabajo, la vida y la familia.

La historia de La Crepería —hoy uno de los espacios más queridos en Tegucigalpa— comenzó desde la necesidad, la intuición y la confianza. Keren tenía apenas 19 años. Su mamá, más de 50. Ambas se encontraron en un punto de quiebre. María, cansada de trabajar para otros. Keren, regresando al país tras un año fuera. El restaurante, entonces propiedad del hermano de Keren, estaba en crisis. Ellas tomaron el riesgo. Sin experiencia previa. Sin recetas heredadas. Sin instrucciones. Solo con la fe como brújula y una frase tan sencilla como poderosa: «O lo hacemos, o lo hacemos.»
Y lo hicieron. Se pelearon, se regañaron, se frustraron. Pero se mantuvieron. Aprendieron desde cero: Keren entre cursos, libros y diplomados; María aplicando la sabiduría de toda una vida administrando un hogar. Poco a poco, construyeron lo suyo. Con errores, claro. Pero también con una intuición brillante para el detalle, para la experiencia, para el sabor.
Hoy, décadas después, La Crepería no es solo un restaurante. Es un espacio con alma. Un lugar que respira el vínculo de estas dos mujeres que aprendieron a convivir en el trabajo respetando las fortalezas de cada una. María, aún a sus 82 años, sigue al frente de las finanzas. Keren, con una visión moderna, lidera la operación, la experiencia al cliente, la esencia. Se complementan. Se entienden. Se confían.


Y eso se nota. Se nota en la forma en que te reciben, en la atención que se ofrece, en los empleados que empezaron como cajeros y hoy son gerentes. En la clientela que ha vuelto generación tras generación. Hay familias que celebraron ahí su primera comunión y ahora vuelven con sus propios hijos. Hay comunidad. Hay memoria.
Cuando llegó la pandemia, muchas puertas se cerraron. Ellas, en cambio, abrieron una nueva. En pleno 2020, remodelaron su local. Apostaron por lo digital. Invirtieron sin tener. Creyeron. Y volvieron a ganar.
En cada respuesta de Keren se siente que este proyecto es más que un negocio. Es una extensión de su relación madre-hija. De sus valores compartidos. De su espiritualidad. De una fe inquebrantable que —como ella misma dice— ha sido el ingrediente secreto desde el primer día. “Lo que hemos tenido, ha sido con Dios y por Dios.”


Y aunque la gastronomía es exigente, agotadora, muchas veces ingrata, lo que han construido no lo es. Porque no se trata solo de platos bien servidos. Se trata de respeto, crecimiento, escucha y amor. Se trata de entender que un equipo motivado, valorado y empoderado puede cambiar no solo un servicio, sino vidas enteras.
Cuando se le pregunta a Keren qué consejo le daría a otras madres e hijas que sueñan con emprender juntas, no duda: «Respeten sus roles. Confíen. Y capacítense. Todo fluye mejor cuando se reconoce lo que cada una puede aportar.»
Quizás esa sea la lección más poderosa de esta historia: que detrás de todo gran emprendimiento, puede haber una relación aún más grande sosteniéndolo. Una que, como el buen café o una crepa bien hecha, se cuece lento, se comparte con cariño y siempre deja ganas de volver.















Deja una respuesta